La ciencia, desafío del próximo gobierno

Pronto concluirá la gestión del primer ministro de ciencia que tuvo la Argentina. Cuando se designó a Lino Barañao destacamos en esta página su participación como científico en una innovación en la que pocos creían, que luego se transfirió a la industria: la clonación de una vaca que producía en su leche hormonas de crecimiento humanas para combatir enfermedades. La Argentina fue uno de los pocos países que lograron un avance de esta importancia, que tendrá impacto económico cuando se apruebe el uso en humanos de esas hormonas. Barañao se anticipó a su época, pues la investigación biotecnológica era entonces poco comprendida.

Desde esa experiencia, se preocupó de construir puentes entre ciencia y producción. «Que el conocimiento llegue a la sociedad y sea factor de crecimiento», se propuso. «El sistema académico obtiene conocimientos; la industria los toma y los convierte en bienes o servicios que llegan al ciudadano común.» Resumía así el proceso de I+D (investigación y desarrollo) que la OCDE definió en 1963 para medir el crecimiento por la relación ciencia-industria. Al iniciar su gestión, Barañao reiteró que debía favorecerse una economía del conocimiento: «Una política de Estado que el país nunca tuvo», decía. Singapur, Corea del Sur, Taiwán y Hong Kong aplicaron esta economía en los años 60. Se los llamó «tigres» por el impresionante crecimiento alcanzado: de 1960 a 2014 sus PBI reales aumentaron entre 1400% (Hong Kong) y 4900% (Singapur); el de la Argentina, 330%. En estos años crecimos menos que gran parte de los países de América latina. El economista Jeffrey Sachs decía, tras la crisis de 2001: «La Argentina está estancada en una economía tecnológicamente atrasada».

Los países desarrollados invierten del 2 a más del 4% de sus PBI en I+D; los rezagados no llegan al 1%, punto de partida para lograr una economía avanzada. La Argentina no supera el 0,65%, debajo de la media latinoamericana (0,74%). En 2003 el Gobierno anunció que llegaría al 1% en 2006, y continúa anunciándolo.

Para crecer es necesaria la inversión de la industria: en los países desarrollados ella aporta del 50 a más del 70% del total en I+D; en la Argentina, 26%. Nuestro Estado alimenta instituciones científicas mayormente desconectadas de la industria. Razones: tenemos pocas grandes empresas, el sector se ha extranjerizado y la industria nacional está protegida con altos aranceles que le aseguran un mercado interno cautivo, sin necesidad de innovar. El Banco Mundial señaló «la muy baja inversión de las empresas argentinas en I+D», su escasa cultura innovadora. Por eso la mayor parte de nuestras exportaciones son de bajo valor agregado, proporción similar a la de Etiopía, Uganda, Nicaragua o Panamá.

A pesar de estos indicadores, la gestión en ciencia desde 2003 fue la mejor desde aquella fundacional de Bernardo Houssay, que creó el Conicet y la carrera del investigador científico (1958). Se incrementaron presupuestos, institutos, becas, equipamientos y se creó el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva. Aunque hay una asignatura pendiente: los bajos salarios de los investigadores. ¿Se estima, cuando emigran, el costo de su formación y el beneficio de retenerlos? Si valiosa fue la gestión en ciencia, insuficiente lo es en tecnología e innovación productiva, pues no se implementó «la política que el país nunca tuvo». Barañao no fue escuchado: faltaron decisión presidencial y partidos políticos que aseguraran su continuidad, con la participación no sólo del Ministerio de Ciencia, sino también de los de Industria, Agricultura y Economía, que ante la insolvencia recurre a deudas improductivas, emisión y más impuestos; el Congreso tampoco debatió una legislación acorde.

Consecuencia o causa de esta insuficiencia es nuestra baja protección del mayor valor de la economía, el conocimiento. Esto priva a la industria de ingresos que en los países desarrollados obtiene por patentar innovaciones, y a las universidades y científicos, de recursos cuando priorizan publicar sin proteger, no siendo acciones contrapuestas. En la Universidad Nacional de Quilmes se comprobó que avances en biomedicina, publicados sin protección, fueron patentados por laboratorios y universidades del exterior; los autores de la investigación, difundida en el Journal of Technology Management & Innovation, 2012 (Vol. 7, Issue 2), calificaron el hecho de «inteligencia regalada», pues fue subsidiada con fondos públicos. ¿De qué vale incrementar presupuestos en ciencia si no se recogen sus frutos o, peor aún, se los regala?

Las patentes reflejan la potencialidad científica e industrial de una nación: las instituciones y empresas argentinas solicitan unas 800 por año en el país, mientras que las empresas extranjeras, más de 4000, también en el país.

La UBA y el Conicet son las instituciones que más recursos destinan a la ciencia. La UBA financia 2000 investigaciones y solicitó en el país sólo 35 patentes en 40 años (1973-2013): 21 le fueron concedidas (fuente: Instituto Nacional de la Propiedad Industrial); en plazas importantes como Estados Unidos y la Unión Europea solicitó 4 (3 concedidas). El Conicet, en cambio, en 38 años (1977-2015) solicitó en el país 351 patentes (131 concedidas) y en el exterior tiene 80 concedidas (10 en Estados Unidos, 27 en Unión Europea); varias ya le generan ingresos. El Conicet tiene un área especializada, pero debería dotársela de más recursos para proteger más. Si queremos crecer sostenidamente, será un desafío del próximo gobierno implementar la economía del conocimiento.

La Nación, 14 de octubre, 2015