Por Arturo Prins
“El hombre debe elegir una de las dos vías:
hacia arriba o hacia abajo. Pero por la bestia
que existe en él, opta con más frecuencia por
la vía descendente, especialmente cuando
ésta le es presentada bajo un bello atavío.
El hombre capitula con frecuencia cuando
el pecado se le presenta ataviado como
una virtud”.
Gandhi
La violencia es inseparable de la condición humana. Atraviesa las relaciones personales, laborales y las de los países. Frente a ella, Jesús marcó una ruptura con toda la historia anterior: ofrecer la otra mejilla, amar al enemigo, volver la espada a la vaina. El sermón de la montaña llama “bienaventurados” a los mansos y humildes. Jesús asumió esa actitud, dejándose conducir cual cordero al matadero, renunciando a bajar de la cruz para confusión de sus enemigos. Por ello, desde la perspectiva cristiana, el martirio es la virtud suprema; y la violencia, principio de todo pecado.
Si la violencia no procede de la naturaleza del hombre sino del pecado, cabe esperar que sea atenuada. El realismo preserva sobre la ilusión de su eliminación total, pues una radical supresión de la violencia supondría la desaparición del pecado. El Reino germina en medio de la cizaña, sin desfallecimiento pero sin ilusiones. La victoria sobre la violencia no consiste en su erradicación total, sino en la preferencia de una actitud no-violenta sobre el recrudecimiento de ella. La humildad y el perdón son manifestaciones del ser manso, revelan una conquista violenta: es heroico presentar la otra mejilla, perdonar al enemigo, dominar la agresividad. Así, la única violencia que puede consentirse es la que nos inferirnos para subordinar las pasiones y el pecado. Se trata de amar violentamente, de ser violentamente no-violentos, “la violencia de los mansos” que proclamaba Chesterton.
Tal actitud no es debilidad pasiva o desconocimiento de la realidad. Aun cuando el obrar cristiano pareciese ineficaz a los ojos del mundo, Dios utiliza sus caminos para canalizar la eficacia del bien. No es tampoco un comportamiento altruista o una suma de buenos sentimientos. Para el cristiano es mucho más: lo religioso constituye la esencia de su ser, su estructura íntima, su mayor fundamento; no es un aditamento. El orden profano, fundado en el poder y la ley del talión o la fuerza, es diferente al orden divino. Jesús decepcionó y decepciona al proponer caminos que no tienen que ver con la fuerza. Así venció a la muerte. No hay razón para sentirse débil por actuar de acuerdo a la vida de Jesús. El orden de la creación va en ese sentido, aunque el mundo diga lo contrario. No podemos oponernos a la realidad creada por Dios. Gandhi lo expresaba: “Un hombre tiene que ser la realización de Dios, en cada minuto de las veinticuatro horas, en un constante dominio”.
Caminos eficaces, no utopías
Gandhi no era monje sino un hombre de la política. Estudió Derecho en Londres y fue a Sudáfrica a mejorar la condición de los inmigrantes hindúes, desde su credo de resistencia pacífica; por sus marchas de protesta era frecuentemente encarcelado. Regresó a la India para liderar la independencia de su país, con una condición: sin violencia y con tolerancia religiosa. Cuando sus compatriotas musulmanes e hindúes hacían actos violentos contra la autoridad británica, él ayunaba hasta que cesaba la hostilidad. La independencia lograda en 1947 no fue una victoria militar sino un triunfo pacífico sin ruptura de relaciones con los hermanos ingleses, como los consideraba Gandhi. Einstein llegó a decir del Mahatma: “A las generaciones venideras les costará creer que un ser de carne y hueso como ése, existió en este mundo”.
En 1977 entrevisté a Lanza del Vasto en la revista Papiro que yo dirigía. Solía venir a la Argentina por su amistad con Victoria Ocampo y Adolfo Fernández de Obieta, hijo de Macedonio Fernández y propulsor de la no-violencia. Aristócrata europeo, Lanza del Vasto me relató cómo en los años ‘30 se convirtió a la religión católica y escogió la pobreza; lavaba platos en París, barría, daba lecciones de latín y dibujaba retratos. A través del libro de Romain Rolland conoció a Gandhi “como alguien lejano, una figura bella de otro país”. Fue a verlo a la India y se inspiró para crear en Francia, con su esposa Chanterelle, la Comunidad del Arca, que reunió a personas de profesiones y credos diferentes, deseosos de vivir diariamente la no-violencia.
En su libro La Iglesia frente a la guerra, Lanza del Vasto relata sus viajes a Roma en tiempos del Concilio Vaticano II, para pedir a los obispos del mundo que desterraran toda guerra, ya que ésta contradice el Evangelio y el mandamiento “No matarás”. En el primer viaje (1963) ayunó 40 días por la salud de Juan XXIII, que falleció poco después; el Vaticano le entregó la encíclica papal Pacem in Terris, entonces aun no difundida, que condenaba las guerras. En los otros viajes (1965) fue recibido por Paulo VI, obispos y teólogos que incorporaron sus recomendaciones. Así, el Concilio declaró: “Debemos dedicar nuestras energías para que la guerra sea absolutamente prohibida” (Gaudium et Spes).
¿Cómo defendernos si la patria es atacada? Lanza del Vasto dice: “La no-violencia no consiste en no hacer nada ante el malvado, sino que no opongamos a su maldad nuestra maldad, ni a sus golpes nuestros golpes. No es abandonar la defensa, sino renunciar a ofender bajo el pretexto de defender, renunciar a duplicar el mal que genera una cadena del mal, cuyo último eslabón es la muerte. ¿Cómo detengo al malvado? La lucha, que no debo eludir, buscará no vencer sino convencer. Debo lograr, con amor, el movimiento del corazón que se llama conversión. Debo llevar a mi adversario a la razón, a iluminar su conciencia, a convertirlo. Las armas del que combate por la justicia, deben ser distintas de las de los injustos. Con qué lógica puedo considerar bueno hacer lo mismo. Cómo llamar bien al mal devuelto. El mayor agravio que infligiría a mi adversario al cobrarle ojo por ojo, sería impedirle reconocer su agravio. Hay que obtener justicia, por la fuerza de la justicia misma. Esto permite trabajar en el corazón del injusto”.
En la sociedad actual llama la atención que los países todavía no empleen otra inteligencia –social, psicológica, diplomática, de resolución de conflictos– que la de las armas. La humanidad no se vale de la medicina ni de los medios de comunicación o transporte de hace dos mil años, pero ante los conflictos aplica la vieja ley del talión, sin profundizar en el ser humano que daña.
En 1982 entrevisté a Pierre Parodi, sucesor de Lanza del Vasto, en el marco de la guerra de Malvinas. Él decía que los caminos de la Comunidad del Arca no eran utópicos. Gandhi logró sin armas la independencia de la India; Marruecos recuperó el Sahara español tras una manifestación pacífica de 200 mil personas, con esta consigna: “Si encuentras un soldado español, lo saludas y compartes el pan con él; el español es un pueblo civilizado y no tirará sobre hombres desarmados”. Parodi concluyó así: “La gran dificultad radica en el hecho de que se ha educado, durante siglos, en el espíritu de violencia que trae consigo el temor, el miedo y, por lo tanto, la defensa, los alambres, los cercos que nos separan, las fronteras”.
Criterio, octubre 20