ECONOMÍA DEL CONOCIMIENTO

Convocatoria a la Argentina invisible

Conocimiento por deuda, diciembre 2002


Por Arturo Prins

«Cuando uno de esos pequeños universos comience a morir, será exactamente el momento en que el otro comenzará a vivir.»
Eduardo Mallea

Hace unos años, el ingeniero Salvador San Martín, destacado empresario y hombre público, realizó un estudio que causó asombro. Sostenía que la Argentina no era un país rico, ni siquiera en los tan mentados recursos agrícolas, que venían disminuyendo, hasta el punto de que Europa competía seriamente y Francia e Italia producían, cada una, más trigo que nosotros.

El estudio mostraba una estadística en que la participación de la Argentina en los recursos naturales del mundo era muy baja. Sólo en agricultura y ganadería promediábamos el 4 por ciento y en los demás rubros (yacimientos, minería, pesca, etcétera) no teníamos el 1 por ciento de los recursos del planeta.

Los árabes poseían el 61 por ciento del petróleo y el 29 por ciento del gas; América Latina y el Tercer Mundo, las mayores riquezas minerales (estaño, cobre, plata, etcétera); el único recurso importante de la Argentina era el lino: 29 por ciento.

Lo sorprendente del estudio era su conclusión: «Esto no es muy grave, ya que estamos mucho mejor que el Japón, que tampoco tiene riquezas minerales y carece de petróleo y alimentos, que aquí abundan».

Lo que quería decir San Martín era que la posesión de yacimientos o la disponibilidad de vacas y maíz hoy no determinan el progreso. El contenido de inteligencia que tienen los productos determina su mayor valor en el mercado internacional. Japón, a la fecha del estudio, exportaba 150.000 millones de dólares, y la Argentina _que en 1945 lo superaba_, apenas 10.000 millones. Nuestra tonelada de exportación tenía un valor promedio de 350 dólares, mientras que la de Japón y otros países industrializados, de 2000 a 3000 dólares.

Para felicidad del Japón y desgracia de la Argentina, esta realidad se mantiene. Al exportar principalmente productos agropecuarios que requieren tecnologías más sencillas, exportamos menos inteligencia y trabajo. Nuestras exportaciones tienen, así, un valor intrínseco menor, lo que los economistas llaman valor agregado. Además, en 1940 exportábamos el 3 por ciento del total mundial, y hoy, el 0,4 (siete veces y media menos).

Pirámide truncada

Los casos del Japón y Alemania, considerados «milagros», y los de muchos países de Europa y de otros continentes siguieron el mismo camino: ningún desarrollo sorprendente tuvo su origen en la posesión de reservas de oro ni en los grandes recursos naturales, sino en programas pedagógicos que apuntaron al desafío del conocimiento.

La pirámide educativa comienza, en su base, con la educación primaria; luego sigue la secundaria; después la universitaria. A partir de ahí, hay dos niveles superiores: profesores universitarios e investigadores científicos. Unos enseñan conocimientos; los otros producen conocimientos.

La punta de la pirámide corresponde a los científicos, que también suelen enseñar. En los países avanzados, expresan el nivel de excelencia: por eso se los privilegia. A tal punto que una universidad que sólo enseñara y no produjera conocimientos no sería tal. Houssay decía que sin investigación la Universidad se convierte en una escuela técnica.

Miremos a la Argentina. La base de la pirámide educativa tiene una importante deserción. A medida que se asciende, naturalmente se achica el número de quienes llegan a los niveles superiores, con la agravante de que nuestro nivel de excelencia es expulsor: del 50 al 60 por ciento de los investigadores emigraron, por desaliento y falta de apoyo. Es como si en una industria el 60 por ciento del producto final se perdiera.

Nuestra inversión educativa, entonces, no apunta a producir conocimientos. El Ministerio de Educación y la Secretaría de Ciencia hacen propuestas de Internet para cada escuela, para cada casa, para cada esquina. Así, sólo atienden un aspecto del problema e ignoran el más importante. La reciente opción de Dante Caputo por la compra de informática enlatada y cara desalentó a los científicos. ¿Es que nosotros no podremos generar esas tecnologías? No, no debemos generarlas, aconsejaron empresas vendedoras en las narices del secretario mismo, en un seminario de La Nación . Si somos consumidores de conocimientos, con la informática importada seremos difusores, pero nunca productores.

Lo expuesto explica nuestra pobre situación. ¿El Ministerio de Economía tiene claro lo que el de Educación y la Secretaría de Ciencia no logran articular? Parecería que no, ni se ve que una instancia superior lo advierta. Jeffrey Sachs, economista de Harvard, lo señaló en estos días en Buenos Aires: «Ninguna economía puede crecer invirtiendo en investigación y desarrollo el 0,4 por ciento de su PBI, y menos sobre la base de exportar bajo valor agregado ( commodities )». Obsérvese que el valor agregado genera empleo.

Levantar al muerto

En medio de esta ignorancia, fue patética la advertencia del obispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, como queriendo quitar el tono de velorio que ha adquirido el país: «Las promesas y enunciados suenan a cortejo fúnebre; todos consuelan a los deudos pero nadie levanta al muerto».

Los verbos que hoy se conjugan son: ajustar, reducir, achicar, despedir, cerrar, presionar, con provincias donde un legislador gana en un mes lo que un maestro o un científico en varios años. Es la Argentina visible de Mallea: «No los agita ninguna llama, no los asiste ninguna fe […], un estado de comodidad, de no arriesgarse, de vivir sin prolongaciones, excepto las pecuniarias».

Del otro lado, para Mallea, está la Argentina invisible, que no termina de expresarse, que expulsamos: «Voluntad de crear inteligencia desinteresada, […] fantasía transformadora, […] hombres no ostensibles, profundos, subterráneos, […] en las noches de llanura o en la oscuridad creadora de la ciudad […] solemnes de orgullosa pobreza».

Sólo la convocatoria a esta Argentina podrá levantar al muerto. El camino está indicado.

© La Nación, junio 9, 2000