La visión económica del papa Francisco

Las palabras del Papa sobre economía en su exhortación apostólica Evangelii Gaudium provocaron revuelo, según escribió en esta página el rector de la UCA, Víctor Fernández. En su artículo, Fernández indica que la realidad económica y la solución de los problemas requieren un análisis «que podría hasta negar algunas de las afirmaciones del Papa, que no son dogmas de fe». Por ello y como estudioso de la incidencia del conocimiento sobre la economía, deseo hacer algunas reflexiones.

Francisco reconoce en su exhortación los avances modernos de la economía, pero concluye que por la ley del más fuerte «el poderoso se come al más débil». La cultura del «descarte», dice, donde los excluidos son «desechos», «sobrantes», ha creado «una globalización de la indiferencia». Propone una economía «que asegure el bienestar de todos los países y no sólo de unos pocos», pues «en el vigente modelo exitista y privatista, no parece tener sentido invertir para que los lentos, débiles o menos dotados puedan abrirse camino en la vida».

Coincido con la denuncia de algunas de las injusticias que señala Francisco, aunque no las considero tan determinantes. Esta mirada mayormente negativa contrasta con sus cotidianos gestos y palabras esperanzadores. Y su visión algo arcaica de la economía permitió que se lo tildara erróneamente de marxista. En línea con La Alegría del Evangelio (título del documento) sería deseable mirar la realidad económica también desde su lado positivo, que lo tiene, y ha provocado una de las transformaciones más grandes para liberar de la pobreza a no pocos países.

En la milenaria historia de la economía, los imperios se consolidaban por el dominio territorial, colonial. Luego las naciones crecieron por la riqueza de la tierra y sus industrias. En el siglo XX, Einstein vaticinó que los imperios del futuro se construirían sobre el conocimiento. Y, ya en 1934, Bernardo Houssay, padre de nuestra ciencia, decía que los países latinoamericanos estaban atrasados en este terreno.

Si en el pasado, el valor económico estaba en los territorios y las materias primas, hoy una computadora vale más por el intangible que le aporta la ciencia que por los materiales que la contienen. La inteligencia innovadora se constituyó así en la gran protagonista de la nueva economía.

En el período de entreguerras despuntó la llamada «economía del conocimiento». Aplicada inicialmente por países anglosajones y la Unión Soviética, rápidamente la adoptó Japón y la mayor parte de Europa. Luego, países asiáticos como Corea del Sur, Hong Kong, Singapur, Taiwan, apodados los «tigres» por su gran crecimiento. Los Estados Unidos y Alemania se convirtieron, gracias a esta economía, en los países más desarrollados del mundo.

Japón fue el caso más notable. Tras la guerra, pertenecía al Asia empobrecida que representaba el 10% de la economía mundial. En pocas décadas se convirtió en la segunda economía del mundo, con más de 30.000 dólares de ingreso per cápita. El «milagro» japonés no se originó en los recursos naturales, que no tenía, sino en buscar la inserción del conocimiento en la producción.

Los «tigres» asiáticos cuadruplicaron sus riquezas en 15 años. El economista norteamericano Jeffrey Sachs comentó: «Entendí mejor a América latina cuando la comparé con Asia, más decidida al desarrollo de la ciencia y al impulso de la educación». En 25 años, 460 millones de asiáticos, casi la población latinoamericana, superaron la miseria, y hacia 2015 la pobreza disminuirá un 60%, mientras que en América latina y África crecerá.

¿Qué o quién impide a estos países salir de su pobreza? Houssay lo decía en los años 60: «Sin un rápido desarrollo científico, viviremos pobres; ahora exportamos científicos, lo que nos empobrece». Ningún país nació rico. El desarrollo se forja y nadie puede impedirlo, aunque las ovejas vivan entre lobos, como dice el Evangelio.

Un estudio de Lester Thurow comprueba que la economía del conocimiento produce el más alto crecimiento. La inversión en investigación y desarrollo (I+D), en ocho casos que analizó, muestra que la tasa de retorno del capital privado promedia el 24%, pero los retornos económicos a toda la sociedad son tres veces más altos. Thurow afirma: «Nadie ha encontrado un resultado semejante; ésta es una de las conclusiones más robustas de la economía».

El valor del conocimiento hizo que a fines de los años 50 la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos definiera a la I+D como el proceso que ejecutan universidades y empresas para generar crecimiento (Manual de Frascati). La inversión en I+D pasó a ser un indicador clave en economía: mientras los países avanzados aportan del 2 al 4% de sus PBI, los rezagados no llegan al 1%; la media latinoamericana es de 0,75% y sólo Brasil llegó al 1,16%; la Argentina, 0,62%: Sachs decía que ninguna economía puede crecer invirtiendo tan poco en conocimiento. Asia aporta el 34% del total mundial en I+D (con China, que pasó a ser la segunda economía del mundo); la Unión Europea, el 27%, y los Estados Unidos y Canadá, 33%; América latina y África, sólo 3 y 0,8%, respectivamente (Red de Indicadores de Ciencia y Tecnología, 2012).

La nueva economía logró adelantos que no existían. Hay menos pobreza que hace un siglo, que en la Edad Media, que en la Antigüedad, cuando muchos morían al nacer y el promedio de vida era muy bajo; no había penicilina, anestesia, electricidad, transportes veloces, derechos, libertad. Vivimos, a pesar de todo, una época privilegiada. Ni Luis XIV con todo su poder accedía a lo que cada vez más ciudadanos acceden: la información del mundo con un simple clic, comunicación y video con quienes están a miles de kilómetros, obtención de calor con accionar un botón, traslado en horas de un continente a otro.

La Iglesia debería expresar esta otra mirada y denunciar que el sistema que genera pobreza es el que da la espalda al conocimiento. En materia económica, es importante trascender las discusiones ideológicas, pues el Evangelio no limita la pobreza o la riqueza a la posesión de bienes materiales. También sería bueno predicar, desde la fe, que somos imagen y semejanza de Dios porque Él nos creó con inteligencia, la gran protagonista de la nueva economía.

© La Nación, diciembre 20, 2013