La economía del conocimiento

En mayo del 2002 tuvo lugar en Barcelona el VI Encuentro Iberoamericano del Tercer Sector. En él se discutió por primera vez el rol del tercer sector en la «economía del conocimiento». O sea, la actividad de universidades y fundaciones periuniversitarias que ejecutan y financian, junto con el Estado y las empresas, investigación y desarrollo. Por este proceso se logran innovaciones y tecnologías que agregan valor y competitividad en los mercados internacionales.

Una causa del subdesarrollo es la ausencia o mínima presencia de ese proceso: mientras España y Portugal crecen porque incorporan investigación y desarrollo a sus industrias, América Latina empeora por su economía mayormente primaria. El crecimiento de España y Portugal en 1990-1999 fue del 57 y el 79 por ciento, respectivamente, y el latinoamericano estuvo muy por debajo o en caída. La inversión en investigación y desarrollo de los países ibéricos se acerca al uno por ciento de sus PBI, mientras que nuestra región nunca logró esa ansiada meta.

El caso de España es notable, pues en los años 70 no tenía altos índices de desarrollo y carecía de fuerte tradición científica. Todos se preguntaban cómo había hecho.

Cuando Gran Bretaña, en 1900, era una nación de científicos e inventores -desde aquellos que crearon la turbina de vapor hasta los que debatían las teorías de Darwin-, España, como reacción ante el positivismo, renegaba del progreso y los avances técnicos. La afirmación de Unamuno «¡que inventen ellos!», en su polémico ensayo Mecanópolis , reflejaba el parecer de la generación del 98.

Luego sobrevino el largo período franquista, hasta que los sucesivos gobiernos democráticos revirtieron la situación. Hoy, España es el país más desarrollado del conjunto que forman los de la Península y sus antiguas colonias americanas. «Sólo ahora -explicaba Manuel Toharia, director del Museo de Ciencias de Valencia- la ciencia española, que no gozaba de estima social, sale de su secular letargo, en el que acumuló un atraso importante.»

Fue determinante la incorporación del sector empresarial, que ya financia la mayor parte (el 54 por ciento) de la investigación y desarrollo: desde biotecnología, física, energía eólica y solar hasta astronomía o los biocombustibles Diesel a base de aceites vegetales (girasol, colza, soja). En América Latina, en cambio, la mayor inversión proviene de las magras arcas estatales, pues las empresas sólo aportan el 28,3 por ciento de la inversión en investigación y desarrollo (en Europa aportan el 60 por ciento, y en Estados Unidos, el 68 por ciento). El fruto de esta inversión son las patentes, en cuyo número España supera a cada país iberoamericano.

También las universidades y fundaciones del tercer sector duplicaron, entre 1990 y 1999, la ejecución de programas de investigación y desarrollo. Aumentó un 80 por ciento el número de investigadores y, por primera vez, la inversión creció más que en el conjunto de Europa. También les cierto que España partió de una situación muy retrasada y aún está a la zaga de Europa. La inversión, en 1999, fue de 6370 millones de dólares, el 70 por ciento de lo que gastan veinticuatro países latinoamericanos. Para el año próximo, España se propone elevar su gasto en investigación y desarrollo al 1,3 por ciento de su PBI, siendo el gasto medio europeo el 2 por ciento; el de Estados Unidos, el 2,66; el de Japón, el 3, y el de América Latina, apenas el 0,54 por ciento.

En descenso

La Argentina invierte en investigación y desarrollo menos que la media latinoamericana: el 0,45 por ciento de su PBI, y seguramente este año descenderá a los últimos puestos. Todos se preguntaban por qué.

A diferencia de España, hacia 1900 atraíamos a millones de inmigrantes y estábamos entre los diez países más ricos del mundo. Con universidades y centros de primer nivel, lideramos por décadas la investigación en América Latina. Fuimos el único país de la región que ganó premios Nobel en ciencias, y no uno sino tres, más que España y Portugal. Luego hicimos un proceso inverso al español: la ciencia fue desestimada.

Tuvimos nuestro Franco, que alguna vez dijo: «Alpargatas sí, libros no», y sucesivos gobiernos que no supieron revertir la expresión, que culminó en la expulsión de científicos al lavadero de platos. Pero ellos se desviaron a los mejores laboratorios del mundo, donde nos recibían con los brazos abiertos. La pérdida de capital humano fue enorme: en treinta años, 50.000 universitarios, cuya formación costó 1250 millones de dólares. Hoy tenemos más científicos en el exterior que en el país. Somos primer exportador de inteligencia, a costo cero para los países receptores.

A pesar de todo, la reunión de Barcelona dejó la impresión de que la posibilidad de crecer es cierta, si en vez de ansiar el Primer Mundo nos propusiéramos llegar a este otro, al que ya pertenece España.

Pedro Etxenike, Premio Príncipe de Asturias en Ciencias, indicaba este camino al concluir el encuentro: «Cuando uno enseña lo que sabe, educa; cuando enseña lo que no sabe, investiga, y cuando desaprende todo lo que sabe, alcanza la sabiduría». Sin pretender llegar a sabios, pero sí al lugar que perdimos, deberíamos con decisión andar lo desandado. El ejemplo de España puede servir.

© La Nación, agosto 18, 2002