¿Brasil, primer tigre latinoamericano?

Jeffrey Sachs, el economista, comentaba hace unos meses que la mayor historia del desarrollo internacional es el despegue económico de Brasil. El hecho lo atribuía a las virtudes del presidente Lula y, en gran medida, a su antecesor, Fernando Henrique Cardoso. «Hoy Brasil -escribía Sachs- se conoce no sólo por su jugo de naranja, sino por las exportaciones de jets que compiten con los estadounidenses y europeos.»

Poca difusión tuvo en la Argentina la reforma que impulsó Cardoso para implementar una economía del conocimiento, a pesar de que en 2003 vino a explicarla el ingeniero y economista Carlos Américo Pacheco. Con él estuve en Nueva York, en la Universidad de Columbia. Pacheco fue profesor del Instituto de Economía de la Universidad de Campinas. Cardoso tuvo la inteligencia de nombrar notables ministros y buenos especialistas para secundarlos. En 1999, durante su segundo mandato, designó a Pacheco y a un equipo técnico junto al ministro de Ciencia y Técnica, Ronaudo Sandenberg.

Brasil venía registrando tasas de crecimiento casi nulas desde 1980, en contraste con un largo período de desarrollo (1930-1980), en el que había crecido al cinco por ciento anual. Durante los 20 años posteriores, el nivel de exportaciones fue uno de los más bajos del mundo y las empresas estaban volcadas principalmente al mercado interno, como ocurre en la Argentina. A ello se añadían la inflación y la deuda.

Cardoso comprendió que las políticas de desarrollo no podían estar aisladas del sistema de ciencia y técnica. Impulsó la más amplia reforma de la política nacional en el área que, desde 1960, había incrementado la actividad y el número de investigadores, pero actuaba sin incidir en la realidad económica. Muy baja era la inversión empresarial en investigación y desarrollo (I+D).

La reforma puso el caballo delante del carro: financiar la innovación. La inserción en el comercio internacional, con capacidad de incorporar alto valor agregado y competitividad, depende cada vez más de la capacidad de innovación de empresas que, nutridas del conocimiento científico, se transformen en locomotoras del crecimiento. Ello supone crearles fuentes de financiamiento.

Pacheco elaboró un documento que dio lugar a un conjunto de veinte proyectos de ley que el Poder Ejecutivo elevó al Parlamento con carácter de «urgencia constitucional». En tiempo récord, los bloques sancionaron por unanimidad un sistema de financiamiento para el desarrollo tecnológico, a través de un nuevo modelo: los fondos sectoriales en las grandes áreas de la economía.

El origen de estos fondos se remonta a la privatización del sector público, en 1997. Las empresas estatales de petróleo y gas, de energía eléctrica y de telecomunicaciones, habían alcanzado desarrollos tecnológicos que había que proteger y ampliar, pues con la privatización se corría el riesgo de perderlos y de generar dependencia tecnológica. La reforma de Cardoso acordó condiciones para que las empresas transnacionales incrementaran sus inversiones en investigación y desarrollo en Brasil, reproduciendo la sinergia entre empresa, universidad y gobierno de los países desarrollados.

Así, cuando se quiebra el monopolio de la petrolera Petrobras, se crea el primer Fondo Sectorial de Petróleo y Gas, para financiar programas de investigación y desarrollo en esas áreas. El fondo inspiró la creación de los demás y operó, desde 1999, con una parte de los royalties por explotación.

Privatizados los servicios telefónicos, se creó en 2000 el Fondo Sectorial de Telecomunicaciones, para alimentar el centro de investigación de la empresa estatal Telebrás. Se integró con el 0,5% del ingreso bruto de las nuevas empresas prestadoras y el uno por ciento de recaudación por llamadas telefónicas.

Con las empresas que se hicieron cargo del sector eléctrico se acordó invertir en la investigación y desarrollo locales el 0,25% de sus ingresos anuales por generación y el 0,10% por distribución. Así nació el Fondo Sectorial de Energía Eléctrica.

En 2000 y 2001 se crearon más fondos en sectores clave: transportes, recursos hídricos y minerales, actividades espaciales, tecnologías de la información, agronegocios, aviación civil, biotecnología y salud. El más importante fue el Fondo Verde Amarelo, que no era sectorial y tenía un amplio objetivo: promover la relación universidad-empresa. La ley le fijó una retención del 15% sobre remesas empresarias al exterior para «estimular el desarrollo científico brasileño», en especial las innovaciones tecnológicas de importancia. En 1999 los envíos de divisas por esos conceptos sumaron US$ 1900 millones.

Brasil logró, así, que las empresas transnacionales invirtieran en la investigación local en vez de hacerlo solamente en sus centros matrices. En una gestión mixta -gobierno, empresas y científicos- los fondos acuerdan los programas de investigación y desarrollo que recibirán financiación, según la ley.

Los fondos sectoriales son una novedosa forma de financiamiento de la ciencia y la técnica, con beneficios para las empresas, pero, fundamentalmente, para la sociedad, que protege y no enajena su patrimonio intelectual, verdadero capital social.

La otra fase de la reforma brasileña -si Lula la completa, transformará a Brasil en el primer tigre latinoamericano- es la incorporación del crédito y los capitales de riesgo ( venture capital ), formas genuinas de financiamiento a la innovación en los países avanzados. Con esto se completaría una reforma que aspira a incorporar las reglas de la economía en el financiamiento de la ciencia y la técnica. El crédito y el riesgo empresarial son partes esenciales.

Entre ambas formas de financiamiento, los científicos y empresarios brasileños tienen más inclinación por la primera. Coincidimos con Pacheco en que esta tendencia debe revertirse. Suelo utilizar una comparación para entender el problema: la fuerza de la corriente eléctrica se mide en voltios y su intensidad, en amperes, pero la buena energía la expresan ambas medidas. En América latina constituye un rasgo estructural la fuerte presencia del Estado, que fomenta y subsidia la CyT, pero la ausencia de la industria resta intensidad al sistema. Así la sociedad se empobrece y los beneficios no llegan a la gente.

La reforma de Cardoso -continuada por Lula, a juicio de Pacheco con cierta lentitud- constituye una política de Estado: sostener el conocimiento no sólo como un aporte cultural, sino también como una inversión que impacte en el desarrollo. Por eso los exiguos presupuestos oficiales se completan con capitales privados, que agregan al hecho científico el protagonismo empresario innovador. Verdad de Perogrullo que sólo Brasil está ejecutando en la región con decisión política.

¿Podrán convivir, desde ahora, nuestras débiles economías con esta otra, decidida a crecer fuertemente? ¿Se armonizarán en el Mercosur, como ocurre en la Unión Europea, las políticas de ciencia y técnica? ¿Se incorporará a Chile, el mejor posicionado tras Brasil por su inversión en investigación y desarrollo? ¿Cómo se resolverá la desigualdad que estas cifras indican?

Brasil es el primer país latinoamericano que alcanzó la ansiada meta del 1% de inversión del PBI en investigación y desarrollo: 1,04% en 2000. Este índice se considera la frontera entre los países que empiezan a desarrollarse y los de economías débiles. El promedio de inversión europea es de casi 2%, mientras los países más avanzados se acercan al 3% y lo superan. La media latinoamericana es baja: 0,6%. La Argentina nunca sobrepasó el 0,45% y ahora descendió al 0,33%. Los otros miembros del Mercosur invierten menos: Uruguay, el 0,22% y Paraguay el 0,1% de sus PBI. Chile, mucho más: 0,6%, detrás de Brasil.

Brasil invierte más de US$ 6200 millones por año en I+D y la Argentina unos US$ 400 millones, cifra que, a modo de ejemplo, este año aportarán solamente los fondos sectoriales en Brasil. Los otros países del Mercosur invierten poco: Uruguay US$ 32 millones y Paraguay US$ 5 millones. Chile, como nosotros, US$ 400 millones.

El sector empresarial brasileño invertía el 12% del total anual de I+D y ahora llegó al 42%, con más de US$ 2500 millones. Por eso sus exportaciones crecen y llegan casi a US$ 90.000 millones por año, tres veces más que la Argentina. En nuestro país, el sistema de ciencia y técnica no está conectado con la industria, que sólo invierte el 20% del total anual en investigación y desarrollo. En Uruguay la propensión innovadora también es baja y en Paraguay, nula. En Chile la inversión privada llega al 33% del total.

La Argentina sólo exporta un 14% de alto valor agregado. En un trabajo publicado por la Universidad Católica Argentina (2003), Elvio Baldinelli propone una meta para reducir el desempleo y afrontar la deuda: exportar US$ 70.000 millones en 2010, lo que significaría un incremento a una tasa anual acumulada del 14%. Agrega que dicha meta es inalcanzable por los medios tradicionales, pues no podemos duplicar las cosechas, el petróleo y otros bienes primarios. Concluye que hay que innovar a través de la inversión en I+D, para lograr mayor valor agregado. Sachs da en la clave: «La Argentina está empantanada en las exportaciones tradicionales. Mucho de esto se origina en la baja inserción de la ciencia y la técnica».

En el país hay unas 900.000 empresas, de las que sólo 12.000 exportan. Un gigante adormecido, con elevadísimas protecciones arancelarias que generan una industria sin competitividad, que vende a un mercado interno cautivo. Brasil, en cambio, al dejar la protección del mercado interno y optar por la innovación, ascendió al puesto 57 del ranking de competitividad que, sobre 104 países, acaba de publicar el Foro Económico Mundial. La Argentina está en el puesto 74.

Hace 60 años que nuestra exportación más valiosa es la científica. Braun Menéndez escribía en 1946: «Provocará vuestro asombro saber que la Argentina, además de exportar carne, cereales y productos manufacturados, exporta también hombres de ciencia».

Brasil hizo una reforma desde el vértice del poder. La Argentina, en cambio, sigue con el carro delante del caballo. Nuestro presidente otorga periódicamente fondos para ciencia y técnica, de una torta muy exigua, sin comprometer a las autoridades económicas, al Parlamento y al sector privado en una verdadera política de Estado. El excelente equipo que hoy conduce con esfuerzo la educación y la ciencia y técnica del país clama por una reforma.

Hay indecisión, también, en los contratos con las empresas privatizadas: al encarar la renegociación de las tarifas, ¿no será el momento de abrir el camino para reducir la costosa dependencia tecnológica que Brasil acordó inteligentemente?

Cuando se repudian nuestros compromisos porque «hay que cumplir con lo que se tiene», se nos está diciendo que no habrá crecimiento innovador. Lula afirmaba: «Mi madre era analfabeta, pero me enseñó que las deudas se pagan y ésa será la política de mi gobierno». El se propone enfrentar, con crecimiento, la enorme deuda brasileña (US$ 311.000 millones) y una grave situación social: de 184 millones de brasileños, 54 millones son pobres, 86 millones no tienen acceso al sistema sanitario y 45 millones no tienen agua corriente.

Lo decía su compatriota, el economista Delfim Netto: «El crecimiento es lo más importante de la teoría económica. Crecer es un estado del espíritu. Sólo se crece cuando aparece un liderazgo adecuado».

© La Nación, noviembre 5, 2004