Una visión sesgada de las patentes

Destacados científicos hicieron conocer un documento titulado «Patentes: de Aristóteles a Bill Gates», a raíz del conflicto con la empresa Monsanto por el cobro de regalías a productores que utilizan su tecnología en los cultivos de soja. Por la calidad de los firmantes y su gran alcance -lo enviaron a autoridades, instituciones, medios de comunicación y miles de investigadores- se hace necesaria una reflexión.

Como grupo de gestión de políticas de Estado en ciencia y tecnología, los científicos expresan que «con el devenir del capitalismo y sus leyes hechas a medida, comenzó la legalización de la apropiación privada del conocimiento público», a la que consideran «legal pero ilegítima». Sostienen que los desarrollos patentados son posibles por el conocimiento acumulado a lo largo de los siglos, desde Aristóteles, pero que sólo benefician a quienes patentan «la fase final» de ese conocimiento.

Es preciso recordar que no surgió de leyes capitalistas la decisión de la Corona británica que otorgó, en 1449, la primera patente de la historia a un mecanismo de fabricación del cristal; tampoco el Estatuto de Venecia (1474), que daba protección jurídica a los inventores, o el impulso de Victor Hugo, desde la Association Littéraire et Artistique Internationale, a la protección internacional de derechos de autor, consagrada en el Convenio de Berna para las Obras Literarias y Artísticas (1886).

El documento de los científicos cita a Aristóteles, Copérnico, Galileo, Newton, Darwin, Pasteur y Einstein, y entre nosotros, a Houssay, Leloir y Milstein, cuando indica que sin sus conocimientos la «fase final» no hubiera sido posible. Menciona a Novartis, laboratorio internacional que produce vacunas y «seguramente algo le debe a Pasteur», o a Bill Gates, que pudo hacer lo que hizo porque «estaba parado sobre los hombros de un gigante», parafraseando a Newton cuando expresaba que no hubiera logrado sus hallazgos sin los trabajos previos de Galileo y Kepler.

Obviamente, ningún conocimiento arranca de cero, aunque se ha constatado que los adelantos del último siglo fueron mayores a todo lo logrado en siglos anteriores. Y eso ocurrió por la enorme inversión pública y privada que en el pasado no existía. Las patentes, precisamente, protegen esa inversión, que no siempre proviene de las empresas, como da a entender el documento; la propiedad industrial también pueden obtenerla el Estado y las fundaciones, sin fines comerciales. El Estado invierte en conocimiento con los impuestos de la sociedad, y las fundaciones, con fondos de donantes.

El Conicet, por ejemplo, es entre nosotros el organismo público que más patentes posee; la UBA también tiene, aunque pocas, y la Universidad Nacional del Litoral es el máximo exponente entre las universidades nacionales. La Fundación Sales financió con el Conicet el desarrollo de una vacuna contra un grave cáncer; ambas son titulares de 21 patentes que permitirán distribuirla al mundo a través de laboratorios, que pagarán a estas instituciones regalías que permitirán nuevas investigaciones.

¿Es justo que dineros de origen fiscal o filantrópico financien a quien toma un conocimiento desprotegido y se beneficia económicamente? Las patentes protegen esos dineros. Los científicos argentinos sufren escasez de recursos, entre otras razones, por el bajísimo número de patentes que tienen las instituciones públicas donde se desempeñan, que no reciben regalías de industrias extranjeras que suelen tomar sus conocimientos desprotegidos.

Otro punto del documento menciona al argentino César Milstein, que inventó los anticuerpos monoclonales: «Las empresas que producen anticuerpos monoclonales -dice- y venden por US$ 23.000 millones de dólares al año, deben tener una deuda con Milstein, quien generosamente no los patentó porque pensaba que era un hallazgo para toda la humanidad. Sin embargo otros lo patentaron. En pocas palabras y sin eufemismos, lo robaron. Pero no sólo a Milstein, sino a la humanidad entera. Eso sí, protegidos por la ley».

El caso merece un comentario. Para Milstein fue una mala noticia que Gran Bretaña no patentara el invento logrado con el alemán Georges Köhler, que les valió el Premio Nobel de Medicina 1984. Lo supe cuando lo visité en su laboratorio de Cambridge, en 1999. Milstein me mostró la carta de la National Research Development Corporation, fechada en Londres en octubre de 1976, cuya copia conservo. Ella dice que «si bien Köhler y Milstein sugieren que los cultivos por ellos desarrollados podrían ser valiosos para usos médicos o industriales, tal aseveración debería tomarse como un tema con potencial a largo plazo y no de aplicación inmediata que pueda desarrollarse comercialmente […]. El campo de la ingeniería genética es un área difícil desde el punto de vista de su patentamiento […]; por tanto sugerimos no tomar ninguna acción al respecto». En poco tiempo, una industria fuera de Gran Bretaña patentaba y vendía al mundo los anticuerpos monoclonales, útiles en medicina e investigación. Milstein se lamentaba y me explicó que si el invento se hubiera patentado, como pidió la institución donde él investigaba, su sistema científico hubiera recibido enormes recursos.

No hay que ideologizar la debida protección del conocimiento con una visión sesgada, pues la propiedad industrial e intelectual beneficia a las instituciones que generan conocimiento, a las empresas que los adoptan y al país que exporta mayor valor agregado sin tener que importarlo, lo cual beneficia a todos.

Arturo Prins – La Nación, 15 de septiembre de 2016